Vivir fuera es increíble, y también increíblemente difícil

Estando a punto de llegar a mi primer mes viviendo fuera de España, siento que es mucho más útil hablar de los primeros días, las primeras semanas en las que sientes que no perteneces a ningún sitio, más que contar nada sobre lo específico de mi voluntariado, porque para eso siempre hay tiempo.

Creo que esta experiencia es universal: irse fuera puede ser duro.

Al llegar a Dublín tuve la sensación de que todo lo que ocurría a mi alrededor pertenecía a la vida de alguien ajeno, no era mi vida, no era mi ciudad, no eran las personas a las que estaba acostumbrada a ver. Si soy sincera sentía que estaba observando a alguien nuevo llevar mi cuerpo, y yo me escondía cobijada en una esquina esperando que esta persona pudiera conseguir que sobreviviera. Los primeros días están un poco difusos en mi mente, todo ocurría, me ocurría, sin que yo pudiera hacer nada.

A lo mejor es lo más obvio del mundo, pero supongo que enfrentar una soledad repentina me pilló desprevenida. Nunca pensé que echaría de menos las calles bulliciosas de Madrid o los bloques con muchos pisos. Definitivamente nunca pensé que echaría de menos el transporte de una gran ciudad o la sensación de que allá donde vayas siempre encontrarás a alguien. Pensaba que verdaderamente me gustaba la soledad, pero creo que nunca había tenido que experimentarla de forma tan real.

Algo que nadie te dice cuando te vas fuera es que va a haber días malos, días tristes en los que cualquier pequeña cosa pueda desencadenar que quieras volverte. Hoy estaba hablando de esto con una amiga que también está viviendo en otro país y me ha dicho: “O me río del tema, o me vuelvo”. Supongo que ahí está la clave, a veces hay que tomarse los inconvenientes con un poco de humor. Mi estado de ánimo en estas últimas semanas ha seguido el patrón de una montaña rusa vieja con cincuenta giros casi mortales y alguna que otra avería sin reparar. Días buenos, días malos, días de los que ni me acuerdo y días en los que la introspección podía volverse un arma de doble filo. Porque si hay algo que se puede sacar de una experiencia como esta eso es conocerse a uno mismo. No puedo decir que soy la misma persona que era cuando me bajé del avión el 6 de septiembre, tampoco que soy una persona nueva. Creo que simplemente he tenido el tiempo y el espacio para descubrir esa parte que es nuestra y que a veces parece tan lejana, ese lado que no podemos explorar cuando estamos en el mismo entorno en el que siempre hemos estado, con las mismas personas, haciendo las mismas cosas. Hay que salir de esa caja para encontrarse del todo.

Después de leer esto, puedes estar pensando que todo parece negativo y que no quieres hacerlo. Totalmente respetable y entendible. Yo misma he querido volverme en varias ocasiones desde que he llegado y no llevo aquí ni un mes entero. Solo ten en cuenta que si una persona tan impaciente y llena de miedos como yo piensa que merece la pena, entonces cualquiera puede hacerlo.

No quiero edulcorar la experiencia. La realidad es que me sentía sola. Había gente apoyándome, había compañeras de casa increíbles que ofrecían su ayuda, había familia y amigos preocupándose de que todo estuviera bien, pero la vida la tenía que hacer yo. Nadie haría la compra por mí ni decoraría mi nuevo y vacío cuarto. Nadie se aprendería qué trenes se podían coger y cuáles no. Nadie mataría a la araña de mi habitación a las dos de la madrugada. Y aun así, lo más importante en todas estas situaciones apabullantes y agobiantes, siempre es pedir ayuda. Por muy sola que te sientas. Si hay algo que no puedo repetir suficiente es que aunque a veces parezca que estás tú contra el mundo, siempre hay alguien cerca al que preguntar si estás en el tren correcto, o tu madre explicándote qué detergente es el mejor para la lavadora, o una compañera que te dice que la despiertes a cualquier hora que lo necesites, o alguna amiga al otro lado del mundo a la que poder llamar a las dos de la madrugada.

   

Mi conclusión es que lo hagas: vete fuera, sal de la caja, vive, sufre, ríe, llora y explora.

Aprende a manejar las expectativas.

Siente.

Conoce a gente nueva, escucha sus historias, cuéntales las tuyas. Viaja, sola o acompañada. Equivócate. Conócete. Crece.

Y recuerda que el simple hecho de subirse al avión es un acto de valentía y que no pasa nada si no todo es increíble desde el primer momento en el que pises tu nuevo hogar.

A lo mejor lo será al día siguiente, o una semana después, o un mes después, o no lo será y entonces ya decidirás, pero date tiempo a que ocurra. Es lo más cliché que vas a oír, y cuando me lo decía todo el mundo en la primera semana solo quería decirles que se callaran, pero por mucho que moleste, es verdad.

Date tiempo. Equivócate. Conócete. Crece.

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